Cuando tenía 16 años, entrené para ser salvavidas. La lección en nuestra primera clase me sorprendió. En las películas, el rescatista grita “Yo te salvaré” entonces se sumerge y nada frenéticamente hacia la persona ahogándose. Resulta que en rescates reales, solamente te metes al agua como último recurso. En vez de eso, lo mejor que puedes hacer es plantarte firmemente en la costa y extender algo como una rama o lanzar una boya salvavidas para que la persona ahogándose pueda mantenerse a flote.
Todas estas lecciones regresaron a mí el otro día mientras platicaba con una amiga. Cuando le pregunté como estaba, instantáneamente me bombardeó con sus problemas, ira, culpa y autocompasión. Energéticamente, sentía como si hubiera saltado sobre mí y quisiera ahogarme con ella.
Aunque mi primer instinto fue saltar con ella mientras se revolvía, recordé mi entrenamiento y lo puse en marcha. Exhalé, me planté en la costa, entonces le ofrecí un par de líneas de vida. Primero, le expresé mi verdadera compasión por la difícil situación en la que estaba. Despué le dí el número de alguien que podía ayudarla en esa situación aún mejor de lo que yo podría. Finalmente, le aseguré que le llamaría unas horas más tarde para ver como estaba.
Desde luego no iba a dejar que se ahogara, pero tampoco iba a ahogarme con ella. Los budistas le llaman a esto “desapego compasivo”. Y como cualquier salvavidas te diría, absolutamente no tiene sentido tener dos víctimas ahogándose.
© 2012 por Laurie Gardner